lunes, 4 de octubre de 2010

¿Cara o sello? (Tercera parte)



Después de un periodo de abandono, regreso. Aquí un asunto que había quedado pendiente y que espero signifique un nuevo comienzo para este espacio en el que digo cosas...


¿Cara o sello? (tercera parte ¿última?)

Que vivir sea verse constantemente obligado a tomar decisiones dentro de una baraja de opciones impuestas por movimientos azarosos y ajenos a nuestra voluntad, puede ser algo que aceptemos de forma pacífica y sobre todo resignada. Afirmamos con el gran Wilhem Leopold Betrügerisch que “la vida es como una caja de chocolates, nunca sabes cuál te va a tocar: Algunos están envenenados, la mayoría sólo dan diarrea”. En fin…

Creo haber planteado en mis dos entradas anteriores los contornos generales de la idea misma de elección. La responsabilidad que le es implícita y la fatalidad que se va burlando juguetonamente con cada uno de nuestros actos aparentemente nimios o aparentemente trascendentes. Nada parece lo que es, o, sencillamente (¿?), nada es.
Pero es hora ya que intentemos materializar, de algún modo, esa doble faz del hecho decisorio, a saber: responsabilidad y fatalidad. Probablemente, al menos ahora lo pienso así, hay dos eventos anímicos en el curso vital de la persona que constituyen el cénit de estos elementos: La decisión de la propia muerte y la elección amorosa.

Permítaseme evitar el primer tema y quedarme con el segundo. Aclaro, no pretendo hablar aquí del “Amor” como esa entidad abstracta y supernatural que lo hace todo posible, que pone a seres sensatos a sufrir de “imbecilidad astronómica”, como llamaba Poncela a la enfermedad de los enamorados. He padecido esa enfermedad, pero no haré mención aquí del asunto ¿no puedo ser egoísta con mis propios suspiros cursis?
Los párrafos siguientes los dedicaré a la elección amorosa. Prescindiré de cualquier alusión bibliográfica exacta y al alcance de mi breve biblioteca. Pero no soy Adán y nunca he pretendido serlo. Mis ideas actuales sobre el amor están sostenidas en mi tierna infancia enamorada y amada (nunca regresaría, si alguien llega a preguntar), adolescencia forzada, angustiosa y suicida. La vida se salvó y dejó un regalo: Capacidad de indiferencia, ergo, risa. Y, bueno, luego todo normal: amar, desamar, ser amante y amoroso sabinesco, un sol, dos lunas, varias estrellas (luces de la noche). Es decir, una existencia amatoria meridianamente común, pero casi, casi infinita. No soy Adán, he dicho. Ahí estuvieron y están los libros. Esos insolentes hideputas.
Parto entonces, ya en serio, con dos ideas de un par de tercos en el intento de quedarse muertos. No seré literal, advertí que no acudiría a libros a mano. Pero no iba dejar por fuera a la memoria.

Una de estas ideas canónicas está dada por don José Ortega y Gasset: La elección en el amor determina lo que uno es. La otra viene de R.L. Stevenson en su Virginibus puerisque, cuando señalaba que en materia de elección amorosa está dividida entre dos opciones igualmente trágicas: La soltería o el matrimonio (sé que no lo pone en estos términos, pero recuerden que escribo yo)
Y bueno… Las frases hechas, alusivas a la ceguera del amor, al encuentro de medias naranjas (o medios limones), al flechazo de Cupido u otras de similar talante, pueden ser percibidas por cualquiera como fruslerías de mala literatura; pero para los enamorados pueden tener la carga de una arcana verdad. Quizás algo va de esto. La palabra “encanto” es quizás la más frecuente en la lengua de los amantes y en la del alter ego de don Alonso Quijano para celebrar sus aciertos y justificar sus más célebres infortunios.

Creo, sinceramente, en la existencia de un elemento mágico que condiciona la elección amorosa. Sea encantamiento, fortuna, fatalidad; sea obra de Merlín, Gandalf o del sabio Frestón; sea obra de un Zeus lascivo que se aburre, de un San Antonio considerado con sus creyentes, o de un Dios que juega a los dados, eso de enamorarse conserva un inmenso margen de inexplicable, de azar, de mágico, de infinito. Con esto yo no jodo. Hay que cuidarse de lo que uno no conoce o no entiende. La selección Colombia del mundial de fútbol USA 1994 ignoró esto frente a Rumania, y ya se sabe…
Me quedo con las dos ideas que antes mencioné. Empezaré por Stevenson. Sir Robert Louis plantea que la decisión del hombre (digamos de “la persona” para conceder algo al discurso de género), en materia de amor, está marcada por un dilema trágico: La soltería o el matrimonio. La tragedia del solitario (soy consciente que el ser soltero no equivale al ser solitario, pero es que un soltero que no es solitario convencido jamás lo podrá asumir) deviene de su culminación, de la obtención de la gran victoria, de su independencia. Lo efímero de la fortaleza del individuo se refleja en la vejez. Fragilidad (aquí una frase dicha por Sean Conery cuando recibió el premio de la AFI: “Life is good. But isn’t the third act shit?”)

El matrimonio (vida en común, amancebamiento o llámele como quiera), no presenta un panorama más alegre. Sin decirlo de manera del todo expresa, Stevenson declara que somos, individualmente, seres terribles, divertidos, desgraciados, llorones, tontos e inteligentes; y que mientras estemos solteros somos nosotros mismos las víctimas de nuestros actos, también nuestros testigos y jueces. Y es en esa medida que podemos crear conciencia de nuestra existencia, siendo severos o indulgentes con nosotros mismos, podemos, al mismo tiempo, obrar impunemente frente al exterior. Pero he aquí que encontramos a alguien a quien decidimos incluir, no, incluir, no: hacer “uno” con uno mismo; y esa persona ocupa ya la figura tripartita de testigo, juez, víctima. Nos queda el rol más terrible: El de verdugo.
Si bien, bajo mi lectura, y en mis términos, ya han hablado Ortega y Gasset y Stevenson (dos, en total), es momento que dejemos que hable Vélez…
Esto ya es más jodido. Pocas cosas hago tan bien como malinterpretar a los muertos… tan indefensos.
Y bien, creo que Je ne suis pas le homme para hablar del amor. Amor y Amistad son mis dos componentes más queridos, pero les huyo como el conde de Yebes a los taxidermistas austriacos cada vez que me los ofrecen, pero ya estando aquí, voy con mi jácara:

En la elección amorosa los elementos de fatalidad/fortuna y responsabilidad son, me parece, clarísimos: En primer lugar se requiere de un contexto de "descubrimiento", el encuentro con el sujeto al que consideramos digno de entrar a nuestro mundo secreto no depende de nuestra voluntad,llega y provoca en nuestro ser sensaciones que ignorábamos o que creíamos perdidas y todo esto sucede de una forma inesperada. ¿Inesperada? Si y no. El acto de enamorarse requiere de una predisposición de ánimo para el enamoramiento y una cierta prefiguración del sujeto al que deseamos amar.

En segundo punto, el elemento de la responsabilidad surge en el sujeto como el sentido consciente y racional que determina definitivamente la elección. La elección amorosa requiere de este elemento de análisis de conveniencia para ser elección. Se dice que el amor es ciego, nada menos cierto. El enamorado que se quede obstinadamente en el ámbito de la pasión (baja o elevada) acusa tarde o temprano una estolidez que terminará espantando al sujeto amado. Sé que hablar de amantes como agentes racionales deja un gustillo molesto en el paladar, pero quien decide amar, sostengo, es un calculador económico, un genetista, un esteta, un conveniente... en fin, por muy deseado que sea eso de amar y ser amado no estamos dispuestos a caer de forma gratuita, hay requisitos insuperables. Por mi parte diré: Amor sólo si confort.


Sé que mi opinión puede molestar, incluso me molesta a mi mismo en alguna medida porque, lo admito, el tono que empleo adopta cierto cariz arrogante y sobre todo radical. Pero al irme por medias tintas acusaría de una vaguedad que posiblemente anularía la posibilidad de diálogo, al dejar mi posición en un claroscuro y finalmente para esto está este blog: Hablen queridos, ¡¡hablemos!!


Ps: La cita de Wilhem Leopold Betrügerisch es un camelo, como lo es el personaje y quizás su creador…