sábado, 26 de marzo de 2011

Actitudes vitales

Hay un tema que me inquieta desde hace mucho tiempo y sobre el cual he querido escribir desde hace ya bastante sin saber cómo hacerlo. Me refiero a lo que comúnmente se le llama "carácter".
La inquietud me surgió hace unos años estando en la universidad. La escena que sembró el germen de la idea ocurrió más o menos así: Habíamos salido de una clase de derecho procesal en la cual se había generado una discusión sobre un tema cualquiera sobre el cual había dos posiciones marcadamente opuestas. Intervine en algún momento sin que de mi discurso se pudiera sostener que inclinara mi opinión por una u otra; si fue porque no encontrara argumentos sólidos para tomar partido o porque ambas posturas me resultaran igualmente atrayentes es algo que no recuerdo. Lo que sí recuerdo bien fue que estando en la cafetería un amigo me reprochó esta actitud mía diciéndome que mi "tibieza" no podía ser, pues no tomar partido reflejaba falta de carácter.

No le dí mayor trascendencia a esta acusación ni tampoco me sentí ofendido. Había descubierto desde inicios de la carrera que en derecho las cosas no suelen ser blancas o negras sino que existe una zona gris muy extensa, generalmente determinada por una imposición de la parte con mayor poder en la situación concreta o, en el mejor de los casos, de la que poseyera los mejores argumentos. De la misma manera sabía que mi actitud de intentar sopesar ambas posturas, más que una falta de carácter, denotaba un razonamiento reflexivo. El reproche que me dirigía era infundado, lo que él llamaba falta de carácter yo lo entendía como carácter dubitativo. Pero fue esta divergencia en el concepto del término la que ha sido una constante en mis reflexiones inconclusas.

A estas alturas estoy convencido que el carácter no es eso que mi amigo pensaba. No es una entidad mental o anímica fija. Cuando decimos que alguien es falto de carácter o, por el contrario, que tiene "mucho" carácter no hacemos más que darle un ropaje de atributos que lo singularizan frente a los demás. Este tipo de afirmaciones son entonces, a lo sumo, vanas y vulgares descripciones que hacemos de los demás para definirlos. "Si me defines me niegas" Le dijo Wayne Campbell a Cassandra dudando entre citar a Kierkegaard o a Dick van Patten.

Creo que una mejor forma de evitar caer en ese juego de sombras es el de aproximarnos a la cuestión no tanto desde la opinión que nos hacemos de los demás sino de la opinión que nos formamos de nosotros mismos. Quizás a los ojos de los otros seamos capaces de mostrarnos como el Jack de la baraja de póquer, que sólo muestra un lado, pero si no nos mentimos a nosotros podemos vernos como la Hidra de Lerna.

La aproximación a la que he llegado para entender esto del carácter es una simplificación quizás un poco caprichosa, por maniquea. Según esto, el carácter estaría definido por nuestra actitud optimista o pesimista ante la vida. Sé que parece que estoy abordando la cuestión como un asunto de "blanco o negro" contrario a lo que dije antes, pero insisto que aquí sólo hago una simplificación que permita asir tan complejo problema.

De acuerdo con esta división, una misma situación objetiva puede ser percibida como favorable o desfavorable de acuerdo a la actitud vital del sujeto. En la película "Scoop" El personaje de Woody Allen decía que siempre veía el vaso medio lleno, de veneno. Por el contrario, tenemos a Winston Churchill quien pese a haber vivido y protagonizado activamente uno de los periodos más oscuros de la historia universal, ha expresado, tanto de palabra como de obra, la más férrea defensa del optimismo: "A pessimist sees the difficulty in every opportunity; an optimist sees the opportunity in every difficulty".

El optimismo posee la ventaja de la esperanza, que es un noble sentimiento. Incluso ante la situación más desesperanzadora puede dar un ropaje de alegre consuelo. La historia del gitanito que ha sido condenado a muerte cuya sentencia sería ejecutada un día lunes, mientras era llevado al cadalso decía: "¡Pues vaya si comenzó bien la semana!". O aquel condenado a la silla eléctrica que al serle ofrecido un último deseo pidió aprender mandarín por correspondencia.

El pesimismo tampoco es ajeno al humorismo pero prescinde de esta candidez y aplica mordacidad. Aquí recuerdo el chiste de Steve MacQueen en los siete magníficos: Un hombre salta desde la azotea de un edificio de diez pisos. A medida que va cayendo las personas que están en cada nivel oyen que va diciendo "pues hasta aquí todo muy bien". Ambrose Bierce definió al optimista como un pesimista con la información equivocada. Esta parece ser la ventaja que el pesimismo ofrece sobre su contra parte. El optimismo es fruto de emociones irracionales, el pesimismo se funda en un conocimiento de la realidad.

José Saramago dijo alguna vez que él no era pesimista pero el mundo es pésimo. La postura de Bierce y Saramago ofrece una interesante refutación a la opinión de Churchill; se puede ser tan optimista como se quiera pero esto no será más que una forma de auto engaño frente a la terrible realidad que tenemos enfrente. Parece entonces que una actitud anímica optimista o pesimista nos conduciría a adoptar necesariamente acciones vitales en consecuencia.

A manera de ejemplo, podríamos pensar que frente a la cuestión de la divinidad o de la existencia de vida ultramundana, el optimista acrecentaría su fe mientras el pesimista se inclinaría hacia el agnosticismo. El primero se saciaría con la esperanza. El segundo asume que no va a comer ¿Se le quita por esto el hambre?

Aquí es cuando debemos descender a nuestra realidad y considerar que ninguna cualidad se nos manifiesta en estado puro y constante. Estamos en poder de nuestras emociones pero estas no surgen de la nada sino que de algún modo son parasitarias de nuestras experiencias, también lo es la razón...

(Siento mucho caro lector o lectora que los puntos suspensivos sean una constante
de cuanto escribo. No tengo ideas redondas, prefiero dejarlo aquí. Así evito agotar el tema y tu amable paciencia).

domingo, 20 de marzo de 2011

De libros y viajes

"Cette vie est un hôpital où chaque malade est possédé du désir de changer de lit. Celui-ci voudrait souffrir en face du poële, et celui-là croit qu'il guérirait à côté de la fenêtre". Charles Beaudelaire "Cualquier lugar fuera de este mundo"


Es ya un lugar común la idea cartesiana que sostiene que los viajes y los libros son los medios ideales para alcanzar el conocimiento y la sabiduría.
En tiempos de don Renato esta afirmación quizás poseyera un altísimo grado de verdad. Creo que en nuestros tiempos sólo puede ser admitida con cautela.

En la actualidad, en gracia de ejemplo, un ciudadano un ciudadano europeo de clase media puede con relativa facilidad dar la vuelta al mundo e internarse en la vida de diversas culturas de una forma impensada en la época de Descartes. La universalización de la lengua inglesa permite, a su vez, intercambios comunicativos prácticamente a cualquier nivel.

En igual medida o incluso mayor, los libros así como las temáticas sobre las que versan, pueden considerarse de fácil acceso y las posibilidades de elección ilimitadas.

Pero es aquí, usando la manida metáfora de las dos caras de la misma moneda, que esta relativa "democratización" del acceso a los libros y a los viajes ha llevado aparejada una banalización de del acto de la lectura y del viajar.

Ya hace varios que empecé a sospechar que eso de ser "buen lector" es un pastiche peligroso. La idea del buen lector se asocia normalmente a la asiduidad en el ejercicio de leer, más que a la bondad de la lectura elegida. Personalmente me siento más atraído hacia una persona que esté familiarizado con Cervantes, Shakespeare, Wilde o Poe que por quien haya leído toneladas de Tom Clancy, W. Riso, P. Cohelo o C. Cuauthemoq Sánchez. El acercamiento que he tenido a estos últimos me ha dejado un gusto a un mejunje de lugares comunes con cucharadas generosas de estupidez.

La idea cartesiana merece ser condicionada. No son los libros, sino "ciertos libros". ¿Cuáles? Vaya pregunta me hace usted querida lectora, no soy tan osado como para atreverme a dar una respuesta. Sólo puedo afirmar que debemos reconocer y mantener presentes en todo momento los límites de nuestra existencia.

Un dios infinito e intemporal podría vagar plácidamente podría vagar plácidamente por los pasillos de esa biblioteca universal, e incluso detenerse por siglos en la lectura de los papeles que encuentre en la calle...

Pero tu y yo querida mía ¿qué libros debemos leer, si es que hay que leer algo, en nuestro efímero paso por este valle de lágrimas? Creo haber dicho en otra ocasión que somos definidos por nuestras decisiones. Son entonces las lecturas que elegimos determinantes en la formación del carácter. Suelen ser aquellas que parecen apuntar a lo contrario, a vulnerarlo, las que lanzan dardos al vientre, las que joden, las que mejor logran esto.

No hay respuesta definitiva y contundente, pero acudir a los cánones puede servir de algo. Un vistazo a la historia de la filosofía y de la literatura universal puede indicarnos con meridiana claridad un nicho de obras y autores imprescindibles. Bien es cierto que la estructura del canon no es irreductible; incluso podemos sentir como una afrenta que nuestro escritor favorito no sea considerado como miembro del canon.

Admito que aceptar que alguien presuma de la autoridad moral para indicarnos que debemos leer o, al menos, que no debemos dejar de leer, puede resultar odioso; pero seguir seguir un canon no significa ser un devoto a piejuntillas. Por volver un momento a los viajes, podemos decir que el canon se parece a ese bus que en algunas ciudades ofrece a los turistas un tour por la ciudad del cual podemos saltar o volver a gusto en los momentos que no estamos seguros a qué calle, museo o monumento deberíamos visitar.

Quiero decir que adoptar un canon como guía no significa abandonarnos a él, pues esto equivaldría a suprimir la sorpresa. No hay que olvidar lo que decía Poncela: "La mujer como el libro que han de influir en una vida llegan siempre a nuestras manos sin esperarlos". ¿Debo mencionar que don Enrique no está en ningún canon?

Este hecho me obliga a una conclusión que me contradice: Hay que acercarse al canon, conocerlo, aprovecharlo y de este modo, cuando el momento llegue, mandarlo al carajo. Cualquier intento de canonizar es sospechoso.
Recuerdo en este punto que Harold Bloom en un libro dedicado a esto de lo que vengo hablando (The Western Canon), mencionaba que un sector de la crítica neomarxista apuntaba a que el status quo de la obra shakesperiana como el cásico de clásicos de la literatura inglesa y universal, no es más que el resultado de una estrategia de la corona inglesa para afianzar su presencia en las colonias. Bloom, como era de esperarse, rechaza con absoluto desprecio este señalamiento.

Comparto su reacción pero no me parece del todo desdeñable la observación de los críticos. Shakespeare nos sigue hablando y su obra se ha impuesto por encima de los tiempos y de cualquier acusación. Esto no significa que su obra no haya sido eventualmente parte de una estrategia imperial.

¿Y viajar? ¿Existe un canon del viajero? No tengo respuesta, pero permítaseme ahora volver a la idea de Descartes que ha marcado la pauta de estas líneas. El viajar como fuente de conocimiento.

Creo que en la mente del francés estaba la imagen del viajante, quizás el aventurero, pero no la del turista. Cada viaje era emprendido con la consciente posibilidad del no regresar. Hoy a una distancia enorme de casa el retorno parece cosa que puede hacerse en un instante.

La idea de viajar como fuente de conocimiento real merece un punto de análisis diferente al de la lectura. Hablando de los viajes, otro francés, Michel de Montaigne, escribía: "No basta con apartarse de la gente, no basta con cambiar de lugar, es menester apartarse de las condiciones populares que están dentro de nosotros; es menester secuestrarse y recuperarse de uno mismo".

Berlín, agosto 5 de 2010 - Málaga, marzo 21 de 2011