miércoles, 21 de agosto de 2013

La sutil subversión del mostacho


Graffiti Verboten. Foto: Luis Vélez Rodríguez


En eso oigo que se desplazaban atrás, y me veo en el marco de la puerta seis o siete hombres, que serían la barra del Corralero. El más viejo, un hombre apaisanado, curtido, de bigote entrecano, se adelantó para quedarse como encandilado por tanto embraje y tanta luz, y se descubrió con respeto. Los otros vigilaban, listos para dentrar a tallar si el juego no era limpio. 
J.L. Borges. Hombre de la esquina rosada (Historia universal de la infamia, 1935)

Cuando se es niño se hacen cosas de niño. Suelen ser estupideces. Los niños son estúpidos. No importa lo que digan los padres: "¡Ay! ¡es que es muy despierto! !qué ya reconoce los colores! ¡qué peshoshura! ¡qué inteligente es mi niño!¡qué bonito es! Casi todo lo celebran los padres complacidos. Hasta que dejan de hacerlo: ¡No sé qué hacer con este niño! ¡Yo ya no sé a quién salió! (seguro que es del lado del papá. Uno de esos genes que salta una generación... Hace los gestos del abuelo). Alguna vecina soltera y ya mayor aconseja: "No lo mime mucho que lo malcría". Cosas así. Siguen los progenitores: "¡es que se me salió de las manos! ¡se rebeló!

Pero al fin, bien o mal, y en ocasiones rayando el ridículo o el abuso, los padres logran imponer su autoridad. Les siguen los maestros, quienes, mutatis mutandi, pasarán por un proceso similar. 

Por el cariño o por la fuerza los adultos consiguen hacer valer su voluntad incuestionable sobre esa criaturas minúsculas, amorfas, de movimientos faltos de coordinación - chimpancés lampiños (igualito al papá) - que mueven a la risa y la lágrima fácil. Han puesto coto a la rebeldía innata. Su labor civilizadora ha tenido éxito. 

¿Si?

Bueno, a lo mejor el ridículo bípedo engendrado por papá y mamá (seguramente concebido en una madrugada borrosa de aguardiente o un vino de más) haya aprendido ya a decir "sí, señor" y "sí, señora". Maneje al dedillo el "por favor" y "gracias" con un gracejo y ternura cantinflescas. Sobre todo ha aprendido a pedir perdón. 
(el perdón, catequizó Vargas Vila, es la forma aristocrática del deprecio. Ganarse el perdón, digo yo, es arte supremo del vividor y el gandul).
Ese niño ya no será un rebelde a viva voz. A su manera ha aprendido que, para prolongar su guerra (que ya intuye perdida), no debe delatarse. Jamás dirá: "¡I am Spartacus!
Va descubriendo, golpe a golpe, regaño a regaño, beso a beso, que es mucho más cómodo y placentero ciscar sobre las figuras de sus emperadores y cónsules sin que estos lo sospechen. Por listos que estos sean, apenan serán conscientes del olor de la caca que los unta. 
Sí, han reprimido al rebelde abierto. Han dado vida a un guerrillero de pantalón cortico. 

"Cuando el gran hombre cruza el camino - reza un proverbio etíope -, el campesino sabio se inclina ostensiblemente y, silenciosamente, se tira un pedo"

Si hay un acto revoltoso que me deleita, es el de rayar y pintar allí dónde no se debe. Falos colosales con glandes en forma de casa de pitufo. Tetas formidables con redondez de canica y pezones de timbre de casa vieja, eran imágenes que animaban y rompían la monotonía de los barnizados pupitres y manuales escolares de física, química o historia del colegio jesuita.   

Si Bolívar y Napoleón hubieran estado tan bien dotados como sus dadivosos y clandestinos ilustradores los pintaban en su restauración chulesca, a otras batallas y campañas se habrían dedicado. 
Si Baldor, el del álgebra, se hubiese fumado  todos los porros que dibujaron en sus labios, al jamaicano Marley le habría tocado cambiar las rastas por el turbante. Otro habría ya disparado al Sheriff. 

¿Vandalismo? ¿Graffiti? ¿Pintadas? Creo que no teníamos nombre. Pero de los libros de Santillana a los muros hay un paso. Aquí uno de mis favoritos (creo que bastante popular y con variantes. Lo he visto en calles y baños de cinco ciudades distintas) ► 
Cosas que odio:
  1. Vandalismo
  2. Ironía
  3. Listas
Y otra que recuerdo con especial cariño:

El cristo, blanco inmaculado, de brazos abiertos proyectaba en las noches, por las luces de ciudad, su sombra gloriosa y protectora contra uno de los muros frontales del convento de las monjas de Ravasco. Cierta mañana esa pared amaneció con dos manchas de aerosol de color negro pintadas en la pared. No decían nada. Ni siquiera se notaba en la fachada. Pero a la noche... (¿milagro?) la silueta opaca del redentor ostentaba carnavalescos cuernos (¡Ay! ¡cómo me habría gustado participar del sacrilegio! no hice caso a los dientes torcidos de Buda...)

Pero entre todos los actos de subversión infantil y adolescente me quedo con los bigotes. No sé de dónde sale ese impulso irrefrenable, que aun pervive. Podría ser Voltaire, Churchill, Claudia Schiffer o Andy Warhol. Cualquiera con bozo inmaculado se merece un bigote. ¡Dicha suprema al descubrir a Hitler! Inspiraba algo distinto, un cierto Ich weiß es nicht...

Aunque muchos de nuestros mayores lucían tupidos mostachos al estilo de los cantantes de rancheras mexicanas y de personajes de películas Western (hay que decir que ni John Wayne ni Clint Eastwood llevaban bigote), nadie lo llevaba a lo Adolfo. Tenía sentido, nuestros padres, por muchas bobadas que hicieran, no tenían interés en verse relacionados en una matanza masiva de judios. (Gracias taitas: ¡Nos habríamos quedado sin comediantes!)
En fin...
Donde estoy ahora están en época pre electoral. En España y Colombia se la pasan en eso. Los políticos en todos lados tienen en común que, cuando están en campaña, muestran su mejor sonrisa. También tiene en común que todos son muy feos. Es como si en sus rostros se anticiparan a las cagadas que van a hacer. La publicidad política es el edén de los dibujantes de bigotes. 

Pues bien, llega el mea culpa. Hoy confieso que dibujé sobre láminas con fotos de imberbes muchos mostachos. Barbas de perilla, pelucas estilo Valderrama o Higuita y hasta rellené algún sobaco, antes lampiño, de pelillos ensortijados. Pero he aquí mi gran pecado: Una tarde (almita ociosa) pinté en una lámina con la imagen de José María Escrivá de Balaguer. No fue un Adolfo. Fue un mostacho grueso como el de Yosemite Sam, el enemigo de Bugs Bunny. Arrepentido de mi pecado intenté borrar la tinta. ¡Peor! La mancha azul se regó por todo ese rostro bello, franquista y amable del que luego Wojtyla hiciera santo. 

Desesperado, estuve a punto de tirar la estampa a la basura. Me abstuve. Sabía que del cielo me observaban. El bigote y el borrón, cuestionaban mi lugar en el cielo, pero si elegía el basurero no tenía ni chance de pasar por purgatorio...

¡Benditos sean los niños! Fugaces prometeos...