viernes, 26 de julio de 2013

El carnaval del mundo gozaba y se reía...



Foto: LVR. "Un mundo de gente" Málaga, semana santa

Tengo la impresión que me muevo en este mundo sin saber muy bien cómo. A estas alturas, me dirán, ya debería haberme hecho alguna idea. Pues no, no lo tengo claro. O a lo mejor es que el manual de instrucciones que me dieron pertenece a una edición ya caduca.

Si hay algo dentro de todo este confuso paisaje que no logro aclarar, darle sentido, es a la forma de reaccionar ante el dolor ajeno. Hace poco más de un mes, recién llegado a Munich, caminaba cerca de Marienplatz con dirección a Sendlinger Tor. La zona está llena de tiendas y almacenes. La gente, no tan bulliciosa, va y viene por centenas. Yo hacía lo propio, pero sólo iba, y en unidades. Me paré un momento al ver a una mujer con un coche de bebé. Sin niño. El rostro de la mujer reflejaba una angustia que no recuerdo haber visto en directo. Había perdido a la criatura. Quise acercarme y ofrecer mi ayuda, pero descarté la idea. ¿Qué le iba a decir? - "Perdone señora", "Excuse me Mrs.", "Entchulding Sie", mientras me ponía en esas perdíamos valiosos segundos. 

Su cara se contraía evitando soltar las lágrimas que, claramente, querían salir. Los ojos ven mejor sin el llanto. Ambos permanecimos algunos minutos ahí. Mirando. Ella hacía desplazamientos y miraba en todas direcciones. Yo hacía lo mismo. Sólo buscaba a un niño que no fuera de la mano de alguno. ¿Cómo sería? Asumí que era un niño, podría ser niña. La mujer dio la vuelta y entró a la tienda de donde parece había estado minutos antes. Un almacén grande de tangas, calzones y sostenes. La perdí de vista. Esperé todavía algún rato. A lo mejor lo encontraba. Incluso se me pasó por la cabeza la idea - ¡oh ingenua vanidad! - de verme convertido en uno de esos héroes por un día. Nada. La procesión seguía. Idas y venidas. Una estatua humana de pitufo rechoncho. Mujeres con bolsas de diferentes marcas. Risas. Diálogos incomprensibles. Gente, mucha gente. La soledad entre nosotros. Del niño ni rastro. 

Abandoné mi sitio, tenía que seguir. ¿Saben? Realmente no tenía que seguir. En primer lugar no tenía que haberme parado. Tenía un destino que me había fijado, el cine. ¡Mire que esta señora descuidando al niño! ¿Y yo qué tengo que ver con sus cuitas, señora? Mire que dejar de prestar atención al crío por probarse unas tangas que ya no le vienen.  Eso no se hace. Por poco y me toca esperar a la siguiente función. Es su problema, no mío. ¿Por qué entonces no olvido su expresión?

¡Ya!. Empatía. Esa es la explicación. ¡Ver a la mujer despertó mi sentido maternal! Puede ser, en estos tiempos de escasez no hay que andar descartando a la ligera. Pero detengámonos un momento, just a second, baby... Importa poco. La pregunta es otra ¿Por qué nadie más parecía haberse dado cuenta de lo que pasaba? El gesto de la mujer. El cochecito vacío. La situación no podía ser más clara. Pero nadie más. Créame usted, lector o lectora, nadie, nadie interrumpió su marcha por un momento. En eso me fijé. Y, a menos que todos fueran al cine, no creo que la mayoría tuvieran muchas cosas importantes que hacer. Aquí siento ganas de gritar como el narrador del "Corazón delator" de Poe, que ¡sabían! ¡sabían lo que pasaba!... But is not my business... 
¿No me creen?
Pues aquí va otra de hace años. Una noche de domingo, en esa ciudad de las puertas abiertas, iba a encontrarme en un café - Jeppao - con mi amigo Leo. Salí caminando por la avenida Santander desde la Rambla. Ahora bien, para quienes vivieron en esa época en Manizales, recordarán que la iluminación y el tránsito de público desde las Palmas hasta el Triángulo - dónde quedaba Jeppao - era escaso. Las posibilidades de sufrir un atraco no eran despreciables. Yo caminaba, pero tomaba alguna precaución. Esa noche fue la de la apariencia. Una chaqueta negra con capucha. No creo que me viera amenazante, pero tampoco resultaba un blanco atractivo. Pues bien, de esta forma emprendí el camino. Justo después de pasar por el multicentro-estrella me topé con una patrulla del ejercito que iba camino hacia el batallón. Nos cruzamos y los soldados fueron siguiendo uno tras otro. He de decir, antes que alguien diga que me veía "sospechoso" que en ese momento no llevaba la capucha. Entonces, el último soldado de la fila me agarró de un brazo y me dijo: "Una requisa". Yo - ¡divino candor del estudiante de derecho! - le dije algo así como: "Mire, yo estudio justo aquí - pasaba cerca de la facultad -. Usted no puede requisarme así sin más, y de todos modos no llevo nada"... algo más iba a decir, cuando el militar me dobló el brazo y me puso contra la pared. Hasta aquí un abuso de autoridad que no tuvo consecuencias, me dejaron ir un minuto después. Pero es que en el mismo instante en que todo esto sucedía pasaba un joven de nobles modales, recia moral y arraigados principios liberales, con quien por casualidad había sido compañero de juegos en la no tan remota infancia, vecinos de toda la vida, alumnos del mismo colegio que tanto hablaba de la solidaridad, rompimos vidrios juntos ¡y hasta mi abuela lo preparó para la primera comunión!  Él lo vio todo. Me vio. Nos miramos a la cara. Pero siguió de largo. ¿Por qué? Well, my friend, it wasn't his business.

En ocasiones siento que estoy más preocupado por lo que sucede lejos de mi que de mi propia vida. Una protesta de abogados en la India contra sus colegas que defienden delincuentes sexuales puede llegar a desviar mi atención de acompañar a algún amigo en una pena. Ahora me he sentido triste por la muerte de una perrita vieja, pero que era una prima. Entretanto miles de hectáreas de bosques arden, con todo lo que ello implica, y como si nada. Ochenta personas mueren en un tren en Galicia y mi primera reacción es de alivio por no tener a nadie entre las víctimas. 

Todo esto es normal, digamos. Pero esta cierta indiferencia contrasta con esta marcha estruendosa de opinadores apasionados. Indignados por las corridas de toros, y que el animalito sufre y es mi hermano. Que hay que correr maratones. Que leer todos los periódicos y blogs, excepto este. Que las campañas políticas-que el partido-que salió otro Iphone y yo quiero-que viajar-que abajo la energía no renovable-que no me llamaste ayer y vi que estabas conectado-que hay que dejar de fumar-que los ateos - que los curas- que vamos pa' marte -... Y como que al final nada pasa. Peor, cosas si pasan pero nada nos toca. 

Termino, para no alargar la cosa, con un poema del mexicano Jaime Sabines. Esta entrada la escribí pensando en las últimas dos líneas: 

La procesión del entierro en las calles de la ciudad es ominosamente patética. Detrás del carro que lleva el cadáver, va el autobús, o los autobuses negros, con los dolientes, familiares y amigos. Las dos o tres personas llorosas, a quienes de verdad les duele, son ultrajadas por los cláxones vecinos, por los gritos de los voceadores, por las risas de los transeúntes, por la terrible indiferencia del mundo. La carroza avanza, se detiene, acelera de nuevo, y uno piensa que hasta los muertos tienen que respetar las señales de tránsito. Es un entierro urbano, decente y expedito.

No tiene la solemnidad ni la ternura del entierro en provincia. Una vez vi a un campesino llevando sobre los hombros una caja pequeña y blanca. Era una niña, tal vez su hija. Detrás de él no iba nadie, ni siquiera una de esas vecinas que se echan el rebozo sobre la cara y se ponen serias, como si pensaran en la muerte. El campesino iba solo, a media calle, apretado el sombrero con una de las manos sobre la caja blanca. Al llegar al centro de la población iban cuatro carros detrás de él, cuatro carros de desconocidos que no se habían atrevido a pasarlo.

Es claro que no quiero que me entierren. Pero si algún día ha de ser, prefiero que me encierren en el sótano de la casa, a ir muerto por las calles de Dios sin que nadie se dé cuenta de mí. Porque si amo profundamente esta maravillosa indiferencia del mundo hacia mi vida, deseo también fervorosamente que mi cadáver sea respetado.



viernes, 19 de julio de 2013

Siempre se vuelve al primer amor... reza ese tango que revuelve


                                       Imagen: Luis Vélez Rodríguez. - "Me - Arte"


Cuando uno se va lejos no se sabe realmente cuan lejano es el destino. Mejor: no se sabe lo lejos que queda aquello que se deja. Eso que marca la distancia no está bien trazado en los mapas. Porque en los mapas todo es nítido: El azul de mares y océanos, las montañas y sus depresiones, los desiertos, las desembocaduras de ríos, los lagos, las divisiones políticas, la economía de cada región... cosas así. 
Pero cuando uno se va lejos el "hasta mañana" en realidad esconde  una oración íntima que pide no sea un adiós.

Si uno no se va la perspectiva de volver no existe, sólo está (que no es poco) la "rasquiña" por irse. Largarse, escapar, salir corriendo, irse a la mierda... y traer recuerdos. 
Pero ahí está, que quien se ha ido, lo quiera o no, piensa en el volver. Eso revuelve las tripas -y se abrazan o se dan de puños las dendritas (si me permiten la rima fácil) -. 

¿Volver? ¿se puede volver? ¿qué se fue? ¿qué queda? Habla Quevedo:

«Buscas a Roma en Roma, ¡Oh peregrino!
y a Roma misma en Roma no la hallas; 
cadáver son la que ostentó murallas, 
y tumba de si propia el Aventino.
Lo que era firme huyó, y solamente 
lo fugitivo permanece y dura»

La Roma imperial ya no está. Mucho menos los augustos-julios-marcos-calígulas-claudios-neros-aurelianos-yquéséyo. Pero ahí está el Tíber. 

¿A qué viene todo esto? Pues bien, ya se verá. Por ahora que signifique un volver a mi Jácara.