domingo, 24 de enero de 2010

¿Cara o sello? (Segunda parte)

¿CARA O SELLO? (SEGUNDA PARTE)
Efectivamente, la analogía con el juego de “los cuatro cuerpos” puede ser un lente adecuado de la vida en el sentido que nos apunta que ésta es decisión y que cada movimiento que hacemos trae consigo un conjunto de consecuencias posibles de las cuales nos hacemos responsables al avanzar, retroceder, tomar una pieza rival o sacrificar una propia. No obstante, y de manera un tanto obvia, es un símil insuficiente. Cuando nos sentamos frente al tablero de ajedrez conocemos exactamente, ceteris paribus, quiénes somos en el juego (negras o blancas), la estrategia a seguir ha sido definida previamente y sólo está limitada a los movimientos de nuestro contrincante, asimismo el objetivo a alcanzar está clarísimo. No podría decirse lo mismo de nuestras decisiones vitales. Eso que llamamos el libre albedrío se encuentra terriblemente condicionado desde el comienzo por la lotería natural que, sin ánimo de caer en determinismos, nos sitúa ya en una posición en el universo que marcará los límites toda nuestra existencia. Así, nuestras circunstancias son el mundo mismo, el mundo de cada uno. De aquí que pueda considerarse que en gran medida cada decisión no sea más que un nuevo accidente o el efecto necesario de la situación en la cual nos hemos visto insertos.
¡En qué quedamos pues, señor mío! Pues bien, no lo sé. A lo mejor el mundo es ese inmenso patíbulo construido por un Dios para sacrificar a su hijo, o un inmenso teatro donde reinan los happenings… Son consideraciones que poco importan. Pero ¿qué es entonces lo que importa? Aceptamos con facilidad que vivir es decidir, de esto se sigue, casi sin objeción, que cada decisión implica por una parte una serie de consecuencias previsibles e imprevisibles, por otra, el sacrificio de las opciones restantes. Aceptamos también, nos guste o no, que las decisiones encuentran límites, a lo menos, “de tiempo, modo y lugar”.
Ahora bien, a menos que usted piense que lo mejor es abstenerse de decidir sobre cualquier asunto que no vaya más allá de qué forma vestirse hoy, poner o no poner azúcar al café, ir al estadio o ver el partido por televisión y que lo que puede considerarse importante es asunto de la Fortuna, del FMI, de su jefe, del gobierno de turno o de los Sabios de Sión, convendrá conmigo que asumir conciencia de nuestras decisiones implica darles la importancia que se merecen, lo que significa ponerlas en un punto relevante. Digo pues, esfuerzo por hallar la decisión correcta. Pero, ¡ah! ¿Hay decisiones correctas? Pues creo que sí, aunque no le puedo decir cuáles son, pero creo que la clave para acercarse a la corrección está en procurar evitar la ligereza ¿cómo? Pues con inteligencia. Aquí puede refutarse: “la inteligencia es una condición de la persona, es lo que usted llamaba circunstancia dada por la lotería natural. Entonces, quienes no nacen inteligentes no pueden tomar buenas decisiones”. Aquí exclamo con Nietzche: “¡Guardaos de talentos innatos!" Si bien es cierto que los primeros brotes de razón son más generosos en unos que en otros la inteligencia no es una entidad estática sino un objeto que se mueve por inercia, necesita ser estimulada. Sólo una definición de inteligencia me ha dejado satisfecho, tal vez porque da consuelo y envuelve un reto, y es la que sostuvo Don José Ortega y Gasset: Inteligencia es el esfuerzo por escapar de la inminente tontería.

(Aquí hago un alto, a medida que avanzo en mis palabras siento el peso que comienzan a adquirir sobre mi, cuidado chico, cuidado. Pero tendrá que seguir, puede ser un discurso moralista pero tal vez sea un exorcismo...)

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